La Radio De Darwin(c.1)

La Radio De Darwin(c.1)

Author:Greg Bear
Language: es
Format: mobi
Published: 2011-12-17T22:41:20.086435+00:00


46

Atlanta

Dicken subió la ligera pendiente desde el aparcamiento de Clifton Way, guiñando los ojos al mirar hacia el cielo despejado, con tan sólo unas cuantas nubes bajas. Esperaba que el aire fresco le despejase la cabeza.

Había regresado a Atlanta la noche anterior, había comprado una botella de Jack Daniels y se había encerrado en casa, bebiendo hasta las cuatro de la mañana. Caminando del salón al baño había tropezado con un montón de libros de texto, se había golpeado el hombro contra una pared y se había caído al suelo. Se había lastimado el hombro y la pierna, y sentía la espalda como si le hubieran pateado, pero podía caminar y estaba bastante seguro de que no era necesario que fuese al hospital.

Aún así, el brazo le colgaba medio doblado y tenía la cara color ceniza. Le dolía la cabeza debido al whisky. Le dolía el estómago por no haber desayunado. E internamente se sentía como una mierda, confuso y enfadado con todo, pero sobre todo, enfadado consigo mismo.

El recuerdo de la jam session intelectual en el zoo de San Diego le quemaba como un hierro al rojo. La presencia de Mitch Rafelson, un bala perdida que apenas hablaba, pero aún así parecía guiar la conversación, enfrentándose a sus alocadas teorías y a la vez espoleándoles; Kaye Lang, más encantadora de lo que la había visto nunca, casi radiante, con esa mirada de intrigada concentración y ningún maldito interés en Dicken más allá de lo profesional.

Rafelson le había aventajado claramente. Una vez más, después de haberse pasado toda su vida de adulto haciendo frente a lo peor que la Tierra podía arrojarle a un hombre, no era suficiente a los ojos de una mujer a la que pensaba que podría querer.

¿Y qué demonios importaba? ¿Qué importaba su ego masculino, su vida sexual, frente a la Herodes?

Dicken dio la vuelta a la esquina de Clifton Road y se detuvo, confuso durante unos segundos. El encargado del aparcamiento le había mencionado algo sobre piquetes, pero no le había insinuado las proporciones.

Los manifestantes ocupaban toda la calle desde la pequeña plazoleta y los árboles plantados frente a la entrada de ladrillo del Edificio 1 hasta las oficinas centrales de la Sociedad Americana contra el Cáncer y el Hotel Emory, al otro lado de Clifton Road. Algunos estaban de pie sobre los parterres de azaleas color púrpura; habían dejado un camino abierto para llegar hasta la entrada principal, pero bloqueaban el centro de visitantes y la cafetería. Había docenas de ellos sentados en torno a la columna que sostenía el busto de Higieia, con los ojos cerrados, meciéndose suavemente hacia los lados como si estuviesen rezando en silencio.

Dicken calculó que habría unos dos mil hombres, mujeres y niños, en vigilia, esperando que sucediese algo; la salvación o al menos la promesa de que el mundo no estaba a punto de acabar. Gran parte de las mujeres y bastantes hombres seguían llevando las máscaras, de color naranja o púrpura, que eliminaban todos los tipos de virus, incluido el SHEVA, según garantizaban al menos media docena de fabricantes oportunistas.



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